Nuestra Señora de Guadalupe

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: ¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.
María dijo entonces: Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz.

En el cruce de un camino, en lo alto de una iglesia, en la puerta de la casa, dentro de un coche, en un cuarto, en la pantalla de una computadora, se encuentra la imagen de la Virgen. El milagro de las apariciones en el Tepeyac nos recuerda lo que la Iglesia ha meditado durante siglos: que María está al lado de todos los creyentes, que no nos deja solos, que somos sus hijos, aunque a veces no nos portemos de verdad como cristianos.

María, la Madre de Jesús, nos acompaña, nos sonríe, nos alienta en todos los lugares, en cualquier tiempo del año.
En el momento del dolor y de la prueba, allí está Ella. En las alegrías y las esperanzas, allí está Ella. En un encuentro de familia, en la reunión de los amigos, en el trabajo o en la escuela, no puede faltar Ella. En el momento de la agonía, cuando llega la hora de recoger el equipaje para presentarnos ante Dios, María nos asiste y nos da fuerzas como la mejor de las madres.

María es Madre; no puede olvidar a ninguno de sus hijos. Podremos ser malos, podremos vivir como vagabundos, podremos tal vez olvidar o renegar de nuestro nombre de cristianos. Ella continúa con su amor; espera que el rebelde, tarde o temprano, cansado o herido, vuelva a casa. Nos prepara la acogida de la esperanza y del amor.
No quiere que le demos explicaciones. Le basta el vernos allí, de nuevo, en familia.

La Iglesia en México, en América, en el mundo entero, tendrá siempre presente un cerro en el que la Virgen nos alentó con su cariño: “¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?” Son palabras que nos unen directamente al Calvario, cuando Cristo, el crucificado, le dijo a María: “He ahí a tu hijo”.
Son palabras que nos alivian en las mil aventuras de la vida, en los peligros, en las pruebas, en los fracasos…

Cuando rompamos las fronteras de la muerte y encontremos al Dios de la justicia y del perdón, sentiremos en lo más profundo del corazón el cariño de María de Guadalupe. Un amor fiel, un amor fresco, un amor de Madre, en el tiempo y en la eternidad. (P. Fernando Pascual)


Pidamos a la Santísima Virgen, que no buscó ni amó, en esta tierra, más que a Dios, a su divino Hijo, que nos obtenga la gracia de comprender mejor de lo que lo hemos hecho hasta ahora, que todos los bienes vienen de Dios como de su fuente, y que la dicha como la santidad consisten en reposar nuestra alma en su seno, en amarle sin medida y servirle con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas.” (Reflexiones sobre el fin del hombre)

Mujer Morena, de ojos bajos, 
mira a tus hijos. 
¿No son los más pequeños de tus hijitos? 
Mujer morena, Santa María de Guadalupe,
hacelos parecidos a tu Jesús. 

Mujer morena, de manos juntas, 
pedí por ellos. 
¿No son los más pequeños de tus hijitos? 
Mujer morena, Santa María de Guadalupe,
que tengan alegría en el corazón. 

Mujer morena, guárdalos 
dentro de tu corazón. 
¿No son los más pequeños de tus hijitos? 
María Morena, Santa María de Guadalupe,
que como el de Jesús tengan el corazón. 

Mujer morena, Santa María de Guadalupe,
llévale al Padre Dios nuestra oración,
llévale al Padre Dios nuestra oración.


Según la tradición, en diciembre de 1531, la Virgen María se apareció cuatro veces al indígena Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac, cerca de la actual Ciudad de México. En esas apariciones, la Virgen —hablando en lengua náhuatl— le pidió que solicitara al obispo Juan de Zumárraga la construcción de un templo en ese lugar.
Ante la desconfianza del obispo, la Virgen le dio a Juan Diego una señal milagrosa: rosas de Castilla que florecieron fuera de temporada. Al llevarlas envueltas en su tilma (manto), al abrirla frente al obispo apareció impresa de manera inexplicable la imagen de la Virgen de Guadalupe, tal como hoy se conserva.
Desde entonces, la devoción guadalupana creció rápidamente. La Virgen fue reconocida como Madre de Dios y Madre de los pueblos de América, símbolo de consuelo, esperanza y unidad entre culturas indígenas y españolas. Su imagen se conserva en la Basílica de Guadalupe, uno de los santuarios más visitados del mundo.