Santo Tomás Becket

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.


Dichosos los hombres animados de este espíritu; como el santo anciano Simeón, tienen a Jesucristo entre sus brazos y le pueden decir como la esposa del Cantar de los cantares “lo tengo y no lo dejaré”, se unen a él, saborean todas sus palabras, no dejan escapar ninguna, las recuerdan en su corazón, hacen de ellas su alimento y su fuerza y no quieren saber nada ni escuchar nada después de haber visto y escuchado a Jesucristo, salvación de Israel” (S 70 E 107) 


Santo Tomás Becket (c. 1118-1170) fue un canciller inglés y luego arzobispo de Canterbury, amigo del rey Enrique II, que se convirtió en un férreo defensor de los derechos de la Iglesia, enfrentándose al monarca por la jurisdicción eclesiástica. Su conflicto culminó con su asesinato en la Catedral de Canterbury en 1170.
Nació en Londres en 1118, de padres normandos, y recibió educación eclesiástica, estudiando derecho en Bolonia y Auxerre. Trabajó para el arzobispo Teobaldo, destacando por su inteligencia y eficiencia, siendo enviado a Roma en misiones importantes. En 1155, el rey Enrique II lo nombró Canciller de Inglaterra, su hombre de confianza, viviendo una vida de poder y riqueza, aunque también generoso con los pobres. En el año 1162 fue nombrado Arzobispo.
Se opuso a las «Constituciones de Clarendon», que buscaban someter a la Iglesia al poder real, especialmente en el juicio de clérigos. Esto derivó en su asesinato. Fue canonizado en 1173 por el Papa Alejandro III por defender la Iglesia frente al poder. Su tumba se convirtió en un importante lugar de peregrinación en Inglaterra hasta su destrucción en 1538 por Enrique VIII.